Huellas digitales.
Discos grabados. Discos, grabados…
Frutos.
Ruido blanco.
Árbol, papel, boca, letra.
Palimpsesto.
Invertido. Finanzas, Lado B, al revés… ¿ves?
Huella, tiempo. Dalí, salí
…
Estaba recostada sobre mis codos, de costado, mirando como unas pelusas se movían, reflejadas al trasluz por los rayos del sol. Era una tarde templada, ni cálida, ni fría. En el horizonte, al este, ya se podía ver la sombra de la tierra de color azul. El sol se ponía sobre el oeste, del lado contrario, y por el efecto de la retrodispersión de la luz veía el “cinturón de Venus” con un rosa profundo tiñendo cada nube que había en el cielo. Algunos le dicen, la hora mística. Perez Reverte la llamó la “hora gris”, ese momento que no es de noche, ni de día.
Los opuestos.
Quedé dormida.
Soñé.
Claro de bosque. Danzo. Canto. Un rayo parte el cielo como se ven las ramificaciones de un árbol seco.
Llovía. Yo veía.
Una isla multicolor atraviesa el cielo. La veo desplazarse lentamente sobre mi cabeza. De lejos veía la isla, sus colores, sus frutos, vegetación, minerales. Cuando pasó sobre mi cabeza, veía sus raíces; robustas, redondeadas, que grababan cizalladuras sobre el aire, dejando una estela de polvo anaranjado y verde.
Cae una llave dorada del cielo, cuando la tomo se convierte en cuchillo.
Con el cuchillo corto el aire. Una cizalladura mas. Entro a la huella del tiempo.
Palimpsesto.
Tenía 9 años. Mi cuarto era muy pequeño, solo con lugar para una cama simple, una mesita de luz y una biblioteca. Estaba en el piso superior de la casa. Por las tardes me encerraba a hacer algún invento, me aburría mucho en ese sórdido caserón. El silencio era agobiante. Una vez hice una lámpara con una caja porta cassettes. Coloqué la luz adentro, la forré con una tafeta terracota que había por ahí y la encendí. Le daba a la habitación un color cálido que me encantaba. Como usualmente, mis inventos duraban dos días.
La lámpara terminó quemando el plástico, calculo algún problema de distancia con la tapa. La distancia. Me faltó pensar la distancia, una solución a veces. Los días que anduvo el invento, mi cuarto estaba divino. La habitación tenía un empapelado color manteca con unos delicados ramilletes de flores color mostaza, ocre y beige. La mesita de luz era de caña con 3 vidrios como estantes donde colocaba chucherías bonitas y el velador. Un espejo con marco de caña arriba de la biblioteca y un gran placard frente a la cama. La ventana a mi izquierda daba al pulmón del edificio, bastante oscuro y sucio. La mejor luz me entraba por la puerta de la terraza, justo del otro lado, al este, donde salía la luna y el sol.
La radio también era protagonista de esas tardes. Ayudaba a apagar el silencio y siempre estaba a mi lado. Una persona normal escucharía música o algún programa de interés. Yo no podía prestarle atención a las voces, sentía que no entendía nada de lo que decían, no me hablaban a mi. No me pasaba lo mismo con la tele, me hipnotizaba la imagen. Al mover el dial de un lado a otro a un ritmo muy preciso y pausado, como si fuese un cirujano abriendo el campo de operación, encontré el lugar donde sí sentía que me hablaban.
Quedaba escuchando radio horas y horas. Ese lugar era el de los pitidos de la onda corta en “SW” (Short Wave). Lo que se escucha es como el ruido del motor de una aspiradora, o un secador de pelo. Un ruido que adormece, como cuando viajás muchas horas por el desierto escuchando solo el motor del auto. O viajando en avión. O el ruido de las ruedas de la bici salpicando ripio en una montaña solitaria. De tanto en tanto se escuchaban algunas palabras, entrecortadas por el ruido de eso que no se llega a sintonizar y los pitidos constantes.
¿Serán señales?
Había visto en la tele películas con telégrafos que lograban comunicación con clave morse. El sonido del pitdo y los silencios, parecían articular alguna palabra. ¿Qué dirían los sonidos de la onda corta? ¿cómo podría construir un punzón metálico con electroimán para poder contactarme con quién estaba emitiendo el mensaje? ¿Quién estaba del otro lado? ¿cuántos estaban escuchando el mismo mensaje? ¿Alguien necesitaba ayuda? En la pequeña biblioteca de mi cuarto tenía toda la colección de las rojas y elegantes Salvat y los gorditos y verdes Sopena. Busqué: “clave morse” y “telégrafo”, y encontré el mensaje que quería mandar: .–. .- .–. .- / . … – .- … / .- …. .. ¿Papá estas ahí?
Ruido blanco.
Estoy recostada sobre mi lado derecho en la cama de mis padres, en la calle Moliere. Mi cabeza está arriba de la panza de papá. Siento su calor. Me abraza mientras seguimos mirando la tele. Me quedo dormida escuchando los ruiditos de su barriga. Siento paz, me siento tranquila. Estoy segura.
Salto.
Viraje. Giro. Retorno.
Palabra, huella infinita, que abandona este planeta por las ondas sonoras de cualquier medio continuando eternamente, pero también se quedan alojadas en la humanidad, como marca que abre o cicatriza. Lo que en un lugar es ocultado, en otro es manifestado.
Metrónomo.
Sonido que en su isócrona majestad, oscila sobre un vacío. Sostenido por un punto fijo, como si fuera su propio deseo. Resiste al aire marcando un compás, permitiendo vagar a su forma y vuelo por toda la eternidad.
Gotas de lluvia bailan tap sobre la baranda de mi balcón.
En esta vuelta que marca Jano con su opuesto, en finales y principios, mi voz es una púa que graba mensajes como un disco atemporal, dibujando luces que ya no están, en un cielo quieto.
Maru